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Texto para la revista Funámbulos

Jorge Macchi, Buenos Aires, Argentina | 2001

Nunca entendí muy bien el término artista plástico. Ya la palabra plástico suena fea. Creo que la plasticidad es uno de los atributos de las artes visuales, pero nunca llega a definirlas totalmente. El término artista visual me parece el más adecuado para la persona que trabaja fundamentalmente con sensaciones visuales, no siempre de carácter plástico.

Ciencia ficción

No es raro que haya empezado a cuestionar el nombre de mi actividad en un momento en que me estaba acercando peligrosamente al teatro; de hecho me presenté como artista visual en el primer encuentro del Taller de experimentación escénica, hace tres años.

Dije peligrosamente y creo que ese un término preciso para definir el temor de un artista visual ante el fenómeno de una representación teatral. No puedo generalizar, pero hay algo incómodo en el hecho de ver a una persona absolutamente alienada compartiendo con uno que está “sano” el mismo espacio, aun cuando los códigos dicen que lo que ocurre en el escenario corresponde al terreno de la ficción. Y es mucho peor cuando uno mismo conoce a esa persona y estuvo compartiendo con ella una cerveza sólo unos momentos antes del evento. Hay sin duda algo mucho más indirecto o más impersonal en el hecho de mostrar un objeto, o de plantear una instalación o el espacio para una representación.

Por otro lado, y aquí tampoco puedo generalizar, el artista visual siente cierta desconfianza por la ficción. Hace dos años mostré una serie de fotografías de palabras de afiches de publicidad; distribuidas de determinada manera sobre la pared formaban el texto de una supuesta nota de un asesino serial. Varios de mis colegas se acercaron alarmados durante la inauguración para preguntarme qué problema serio me estaba aquejando. No me pareció rara la reacción. Pareciera que trabajamos todo el tiempo con la realidad y que todo lo que uno hace se torna autobiográfico. Incluso en una pintura figurativa la materia o el soporte son omnipresentes. Y eso tranquiliza.

Quizás soy un poco insistente con este tema pero una de las cosas más importantes que me dio el Taller de experimentación escénica fue la conciencia de la ficción. Hubo un instante muy preciso en que comencé a entender algo del fenómeno teatral: leí un reportaje a Bacon y vi Galileo en la puesta de Szuchmacher. En el reportaje Bacon decía que no solamente enmarcaba sus pinturas sino que también les ponía un vidrio delante, para delimitar perfectamente el ámbito del artificio. En Galileo vi a dos mujeres cosiendo una al lado de la otra haciendo exactamente los mismos gestos, de una manera absolutamente coreográfica, mientras decían sus textos. Había una actitud calma que instalaba decididamente la escena en el terreno de la ficción.Quizás todas estas cosas que estoy diciendo parezcan obvias, pero es inimaginable la conciencia que provocó en mí este cruce.

La cuestión simétrica

Las dos costureras de Galileo me hacen pensar en un trabajo que hice en 1998. Se llama Vidas paralelas y consiste en dos vidrios del mismo tamaño, rotos y puestos en el piso uno junto al otro. Una segunda mirada permite descubrir que las roturas de ambos vidrios hacen el mismo dibujo. Todos sabemos por experiencia que esto es imposible, que las líneas de dos vidrios rotos nunca serán iguales, pero sin embargo allí están los vidrios para atestiguarlo. El artificio es obvio, aunque uno no pueda entender cómo fue realizado.

Pienso en este trabajo como uno de los puntos de partida para el espacio en Julia, una tragedia naturalista . Desde el primer encuentro Tantanián me propuso la elaboración de una instalación autosuficiente, un mecanismo que pudiera funcionar autónomamente de los actores. De hecho casi todo el dispositivo escénico fue elaborado antes de la aparición de los actores, que luego tuvieron que adaptar sus acciones a las exigencias y a la lógica del espacio.

Durante el Taller de experimentación escénica yo había propuesto a mi grupo un espacio escénico que constaba de dos escenarios idénticos y que correspondían a dos plateas diferentes. Los espectadores de un escenario nunca sabrían que el otro escenario era exactamente igual; sólo tendrían pistas a través de los sonidos que sí se filtraban a la otra platea. Para mí no era muy importante que los espectadores supieran que ambos escenarios eran iguales. Pensaba que esa simetría determinaría de alguna manera la lógica de la obra. Una lógica subterránea. Para la actriz, que pasaba alternativamente de un espacio a otro (torturamos muchas tardes a Ana Garibaldi), el espacio se configuraba como un único espacio del que no salía nunca o al que entraba permanentemente.

Esta imagen reapareció luego de varias reuniones con Tantanián (quien formaba parte del grupo del taller) para resolver el espacio de Julia . De una manera bastante literal tomé las consignas del director acerca del CORTE como línea de lectura de la obra, y por otro lado hice una lectura literal del espacio planteado por Strindberg. El autor hace una introducción a su pieza en la que enumera objetos que se ven sólo en parte y se presume que continúan detrás de bambalinas. Tomé entonces un ángulo de una cocina y respeté estrictamente lo que se vería. Pero los objetos no continuaban más allá de bambalinas precisamente porque no habría bambalinas. Así los objetos (mesa, alacena) aparecieron cortados, así como las paredes y el piso, como si hubiera pasado por la cocina una sierra gigantesca y precisa.

La obra plantea una situación sin salida. En la versión de Tantanián ni siquiera la muerte es una salida, es una parte de la representación. Si bien el texto propone entradas y salidas de los actores, hicimos que ellos entraran y salieran hacia y desde el mismo espacio: el mismo ángulo de la cocina se repitió cuatro veces de manera idéntica.

En este punto aparece otro cruce: Mi tío de América de Alain Resnais. En la película hay un paralelo entre las reacciones de las ratas ante la tortura y las reacciones de los humanos ante las torturas sociales. Así los 4 espacios se transformaron en 4 jaulas para experimentos y apareció el científico-escritor-filósofo que creo es uno de los hallazgos de la puesta. Con la introducción de este personaje el dispositivo escénico devino definitivamente en objeto. La escenografía era obviamente una escenografía, incluso dentro de la ficción, y por esa razón era creíble. En este sentido es interesante ver cómo cambió el espacio de la obra con el cambio de sala. En la Cunill Cabanellas la distancia entre científico y las cabinas era similar a la distancia entre público y cabinas, y por lo tanto el público miraba el experimento junto con el científico. En la sala Sarmiento, por efecto de la mayor distancia del público y la delimitación del escenario, el dispositivo escénico era percibido como escenografía porque las cabinas y el científico indudablemente compartían el mismo espacio, un espacio que se diferenciaba perfectamente del espacio del público.

Ahora cabría la pregunta: ¿esos cuatro espacios configuran una instalación? Creo que es una instalación pero yo nunca hubiera hecho una obra como esa para mostrarla en el Museo de Arte Moderno. Por más que el director haya sugerido una instalación autónoma, el espacio está incompleto sin la presencia de los actores. Hay algo específicamente dramático en esa disposición escénica. Volviendo atrás, no tiene el grado de autonomía de los dos vidrios rotos idénticos.

La burbuja de ficción

Es de noche. Se acerca un auto. Es un Fiat Spazio chapa TWG100. Tiene dos altoparlantes en el techo. De ellos sale música. El coche se estaciona debajo de una luz de la calle. El público rodea al auto. En el interior del auto una pareja comienza a discutir. Las voces de los actores y todos los ruidos del interior salen también de los altoparlantes. La luz de la cabina está apagada pero una luz fría proveniente del tablero de mando ilumina a los actores desde abajo.

Esta podría ser una breve descripción de TWG100 , una obra que representamos tres veces el año pasado, en diferentes lugares de Buenos Aires. La pieza se basa en una imagen reiterada y atractiva para mí: una pareja discutiendo en el interior de un coche; desde afuera se pueden percibir los movimientos y el carácter de la discusión, pero no se llega a escuchar de qué discuten. Los altoparlantes restituyen ese elemento faltante de una manera desmesurada y el secreto se transformaba en confesión a gritos.

En ningún momento pensé que el espacio para esta obra fuera el espacio de un teatro, pero tampoco era fundamental para mí la idea de sacudir a un eventual espectador desprevenido (de hecho había habido una convocatoria para ver la obra en determinado lugar a determinada hora). Era necesario que ese auto estuviera en la calle para que con la introducción de ese objeto el espacio fuera transformado. La calle seguía siendo calle pero al mismo tiempo era la calle de la ficción. La forma ridícula de amplificar el sonido, la iluminación de la cabina, la música excesivamente dramática acentuaba el carácter ficcional de lo que estaba ocurriendo, y provocaba una tensión con el trabajo más naturalista de Silvia Hilario y Uriel Milsztein, y la realidad del auto y de la calle. Los actores y la situación en general transformaban al espectador en un ser invisible. Esto es común en la sala oscura de un teatro, pero resultaba hasta ofensivo en el espacio público.

Alguien dijo en aquella ocasión que el auto era una burbuja de ficción en el medio de la realidad. Yo pienso que era el reverso del autocine.

Confesiones de invierno

Si analizo lo que hice en mi corta incursión en el teatro veo que no hay mucha distancia con lo que hago generalmente en mi estudio: manipular materiales y las capacidades que tengo al alcance, y sacar provecho de las limitaciones que ellos imponen. Y sobre todo, hacer el mínimo movimiento posible. No sé si es un defecto o no, pero ni siquiera se me pasan por la cabeza proyectos que sé que están lejos de mis posibilidades materiales.
¿Si soy escenógrafo? No, prefiero seguir siendo artista visual.