Díptico ESP

Mariana Enriquez | 2017

1.

Pienso en una casa fantasma. No una casa habitada por fantasmas. En castellano a esas casas las llamamos “embrujadas” pero es un término muy inexacto: supone que el lugar estuvo habitado por una bruja que lo hechizó. Y un fantasma es algo muy distinto, es un filamento del pasado que está obligado a repetirse aunque no es idéntico a sí mismo: ya no es lo que fue. Lo que llega al presente suele ser la representación de su trauma: el fantasma se presenta y representa aquello que lo hirió, que lo lastimó. Algunos no son terroríficos porque no aparecen para representar su dolor: sólo vuelven al lugar que los conoció o visitan a la familia que los quiso y la observan calladamente. Todos dan miedo aunque ninguno puede herirnos. En inglés hay un término más preciso para las casas habitadas por fantasmas: “haunted” que significa “un lugar visitado por fantasmas”. También significa estar inquieto, nervioso, perseguido, quizá diríamos fuera de lugar.

Jorge Macchi abre el arhivo por primera vez en un bar de Villa Crespo. Afuera hay sol. El proyecto se llama “Díptico”, lo comparte con el arquitecto Nicolás Fernández Sanz y se trata de algo tan sencillo como inquietante: reproducir el espacio de la mítica galería Ruth Benzacar tal como existía en Plaza San Martín dentro de su nuevo espacio, aquí, en Villa Crespo, cerca de las vías. Es conjurar a la vieja galería: un conjuro es un llamado para que alguna entidad aparezca. Macchi y Fernández Sanz, conjurados, convocan a aquella galería y la insertan en este espacio que ahora también es galería pero fue un depósito y algunas cosas más. La nueva sala, modificada y acondicionada por Fernández Sanz, es muy diferente de su antecesora: si el espacio anterior era un subsuelo iluminado permanentemente de manera artificial, ahora la luz natural entra por una inmensa claraboya en la cubierta de la sala; si el techo era bajo ahora hay un techo a una gran altura; si el espacio subterráneo estaba interrumpido por tres columnas y un conducto de ventilación ahora el espacio se abre sin obstáculos. La galería de San Martín, me dice Macchi, no entra tal cual en este lugar nuevo: el “traslado” no es una representación fiel sino una maqueta escala 1.1. Pienso que está bien: los fantasmas nunca son como fueron. Están incómodos, nerviosos, y repiten sólo un fragmento de su pasado. La nueva-vieja galería dentro de la nueva galería (la del presente) no trae consigo explícitamente a sus artistas, sus inauguraciones agitadas y sus leyendas. Pero están ahí seguramente, en eco, como en toda la galería-nueva están las huellas de la vieja: algunas huellas se mudaron de Retiro a Villa Crespo. Picaportes y barandas galvanizadas, diseñadas originalmente por Benedit. El escritorio de Orly Benzacar, un contundente cuadrado de mármol capaz de romper huesos, que fue de su madre, Ruth. Una lupa, enorme, con mango dorado. Pistas. Rescates.

La máxima que alberga todo sistema de magia moderna es “como es arriba es abajo”, lo que significa a grandes rasgos que todo lo que está arriba se corresponde con lo que está debajo para lograr el milagro de lo Unico. Todo lo que pasa en un nivel de realidad pasa en el otro. En rigor, la máxima se usa para hacer corresponder el micro y el macrocosmos, uno y el universo. Pero prefiero pensar que, en una realidad paralela, mientras se erige “Díptico”, los dobles de Macchi y Fernández Sanz construyen la Benzacar de Villa Crespo en la Benzacar subterránea.

 

2.

Pienso en un lugar fantasma. Una casa es un lugar, una galería también aunque no es exactamente una casa: queda sola de noche, como los cines, como los teatros, como los estacionamientos, como los restaurants, como los museos, como esos lugares visitados que son parcialmente abandonados --¿habrá recorridas nocturnas o comensales etéreos que las cámaras de seguridad no pueden tomar?--. Una casa o un lugar fantasma, en eso pienso. Un fantasma que no fue una persona sino un edificio. Yo sé que vi una, conozco una, mejor dicho. Está en la misma cuadra de mi casa familiar en Lanús. Es de chapa y madera y el jardín está recubierto de plantas que aparentan caos para despistar, pero tiene ese inconfundible desorden artificial de los jardines salvajes buscados. Una miniselva intencional, con su parra, su limonero, los rosales que alguien corta. Viví mi infancia a cien metros de esa casa. Volví en mi juventud durante una de las crisis económicas cíclicas de la Argentina. La veo ahora al menos una vez por mes cuando visito a mi madre. Nunca, en estos 43 años de pasar frente a la casa mañana, tarde y noche, vi a alguien entrar, salir, asomarse, alimentar a los gatos gordos que caminan por sobre las baldosas ocre, limpiar las hojas caídas en otoño, aceitar la puertita baja que da al patio. Nadie nada nunca.

¿Está ahí la casa o sólo yo la veo?

Está. Llevé a gente para que la mire, para que entienda mi inquietud. Alguien me dijo que era repugnante. Otro sólo quiso mirarla desde la vereda de enfrente. Yo no le tengo miedo. Puedo pasar mucho tiempo estudiando su patio, atenta a cualquier movimiento en las ventanas o tras las cortinas, buscando un hilo de humo que se eleve desde el patio trasero --¿harán asados? Todos en el barrio cumplen con el rito de domingo. ¿Quemarán las hojas? Los vecinos que tienen patio todavía encienden estas hogueras de mayo--. Pero nunca vi nada. La casa está ahí, quieta, las ventanas como ojos, expectante. Se cuida sola. Eso ni siquiera es lo más raro. En un barrio donde cada vecino sabe los detalles del cotidiano del que vive al lado, su historia, sus penas, cuándo los chicos terminan el secundario, quién tiene novio, quién está embarazada, quién murió, quién enfermó, a quién robaron, quién fue a la cárcel, en un barrio que aún vive de las vidas ajenas, nadie puede decirme nada de la casa. Cuando se las menciono es como si ingresaran en un trance. Mi madre nació en el barrio y no sabe nada de la historia de la casa. Tampoco mis padrinos, que viven justo en la esquina. Ni quién es el dueño, ni si alguien vive ahí. Ya estaba cuando llegaron. Todos tienen más de 70 años. Ya estaba ahí cuando ellos construyeron sus propias, precarias casas que fueron modificando y mejorando con los años. Pregunté sobre la casa incluso a las más célebres chismosas de la cuadra. Al principio no saben situarla bien. Después dice ah, si. Después, un silencio. Después admiten no saber nada, con cierta sorpresa, como si recién se les ocurriera pensar sobre la casa. Como si, por no ser del todo real, no mereciera atención.

Por eso sé que es una casa fantasma. Está presente pero no es real. ¿Cómo lo sé?  Porque eso sucede cuando se hace presente un fantasma. Los gritos y las corridas son para películas baratas y videos de cazadores de espíritus en YouTube. Pero una aparición verdadera produce cierta parálisis lejana de la histeria. Una sombra con forma de hombre que cruza la habitación, eso recuerdo. Yo, en la cama, con un libro. Es mi padre, pensé, va al baño. ¿Por qué cruza por mi habitación? Ah, porque estamos en casa de mi abuela, no en la nuestra, y es una casa antigua que exige atravesar cuartos para llegar hasta el baño, que queda en el patio. Seguí con el libro. La sombra no podía estar más lejos de la apariencia de mi padre, que era pequeño, delgado, con rulos: la sombra era la de un hombre calvo, muy alto, de hombros anchos. Además, en la habitación había luz suficiente para que el paso de mi padre no quedase en sombras. Me dormí después de un tiempo largo esperando el regreso de la sombra, de mi padre, creía, hasta que me quedé dormida, inquieta pero sin miedo. Haunted. Visitada por un fantasma. Al otro día cuando supe que mi padre no había pasado al baño de noche porque ni siquiera estaba en esa habitación, había dormido en el living, entonces recién tuve miedo, un miedo reflejo y poco verdadero, el que estamos oligados a tener cuando se cumple la frase “vi un fantasma”. Pero verlo no me dio miedo. La sombra calva no me provocó mas que cierta incertidumbre. Todavía la recuerdo así. No imagino de quién podía ser, no creo que pasara por ahí con frecuencia, no sé por qué se presentó. Quizá estaba perdido, fuera de lugar, en busca de su sitio.

 

 

 3- “Díptico” será registrada con un video, una maqueta, fotos. Pero atrapar la experiencia será difícil. Capturar cualquier experiencia lo es. Una foto de nuestra alegría en un cumpleaños esconde la frustración, el llanto de la noche anterior, el enojo con el horno que quemó la torta --la de la foto es comprada--. Jorge Macchi me habla de la luz melancólica de la galería instalada, de los agujeros en el techo de madera que dejarán pasar haces de luz de la otra galería. Me habla de un cuartito que queda solo, entre espacios, otro pequeño fantasma pero perdido. Un Gasparín. (Qué horror Gasparín: nadie parece darse cuenta que es un niño muerto). Para que entienda el cuartito Fernández Sanz me muestra una foto de la maqueta. La galería de madera, la nueva que representa a la vieja –la maqueta, digamos-- no entra bien, como dijimos, y en muchos casos la galería nueva (blanca) se superpone e inmiscuye. El cuartito es un espacio al fondo y es parte de la nueva galería, pertenece a la sala principal: por eso el techo está a gran altura y tiene mucha luz porque queda justo debajo de la claraboya en la cubierta del galpón. Dos paredes son blancas, correspondientes a la galería nueva, pero hay dos paredes que serán de madera porque representan la parte de atrás de dos paredes de la “vieja”. El cuartito queda apretado entre la galería montada y la trastienda. Es un lugar entre tiempos. Un pasaje. Recuerdo otro cuartito cuando lo menciona pero me quedo pensando en las fotografías. Un fantasma tampoco puede fotografiarse. Vayan a Internet. Ahora que todo está tan cerca, busquen fotos de fantasmas. Incluso las mejores y más inquietantes fotos no son del todo creíbles. En su libro “Realidad daimónica” el escritor Patrick Harpur dice sobre esta incompatibilidad de los seres de otro mundo y el registro fototográfico o fílmico: “Puede que las cámaras no mientan, pero tampoco son apropiadas para contar la verdad. Podemos expandir o analizar las fotos hasta hartarnos, pero el proceso convierte a la imagen en otra cosa… Parece que hay algo, pero ya no está ahí; ahora es material y luego inmaterial…., como una especie de parpadeo de la realidad. Eso es lo que hacen los daimones: ellos parpadean y nosotros nos quedamos embobados”.

“Díptico” podrá captarse y no podrá captarse. Habrá que caminar bajo su luz tenue, quedarse embobado, envuelto por su parpadeo fantasmal, para entender. O mejor: para presentir. “Díptico” debería ser inasible como es inasible la experiencia.

Pienso de vuelta en el cuartito y entonces llega clara la historia que me recuerda. Es un cuento del siglo XIX escrito por una mujer, Madeline Yale Wynne, una mujer de Nueva Inglaterra que dirigía una casa de artes y oficios inspirada en las teorías de William Morris. El cuento se llama “La pequeña sala”. Una mujer joven lleva a su novio a casa de sus tías, en Vermont. Y le cuenta sobre algo raro. En esa casa había una salita en el ala norte, entre las habitaciones del frente y las de atrás. La madre de la chica adoraba esa salita y quiso mostrársela a su marido. Pero cuando fue la sala ya no estaba ahí: ahora había una alacena para guardar porcelana. “Mamá les preguntó a sus hermanas cuándo habían convertido la habitación en un armario. Ambas le contestaron que la casa estaba exactamente como era, que ellas no habían hecho ningún cambio, excepto tirar abajo el viejo cobertizo y construir uno más pequeño”. Pero después la sala vuelve a aparecer y las hermanas cambian de idea: dicen que sí, que la sala siempre estuvo ahí. Las hermanas: visitadas por la sala fantasma responden vaguedades o quizá mienten intencionalmente, conjuradas, brujeriles. Y enloquecen a esa mujer que ve y no ve la sala; su hija también puede verla. Es una sala preciosa con un sofá cubierto con un chintz de la India, una repisa de libros viejos tapizados en cuero y caracolas rosadas. La mujer, la madre, adelgaza, no quiere entrar a la sala, manda a su hija a traerle cosas de la sala fantasma, enferma, muere. Y las tías que sí, que no: dicen que hay salita, que no hay, que hay alacena, así hasta el final del cuento. La sala fantasma aparece y desaparece.

El cuento es un antecedente lejano de “horror aquitectónico” un minigénero que asoma de vez en cuando en novelas y cuentos. El inglés M. John Harrison describe pubs ignotos cuyas puertas interiores son entradas a “el otro Londres” que se pueden atravesar aunque el regreso a este Londres actual desde el paralelo suele ser traumático. No son castillos, fortalezas, mansiones abandonadas. Son puertitas. Son como el cuartito al fondo de la Benzacar. Filamentos cotidianos. Puertas que parecen inocentes. Una casa cualquiera en un barrio obrero de Lanús. Casas que son fantasmas, lugares que no pertenecen a este mundo o que han sido llamados a estar. El cuento “El escalón n° 19” del escritor canadiense Simon Strantzas: una pareja compra una casa para reciclar. Vivirán ahí mientras la arreglan. Él, Alex, nota el problema de las escaleras primero. “No hay el número correcto de escalones”, dice. “Es un número impar. De acuerdo al Código, debería ser par. Hay demasiados escalones o no los suficientes”. Según las medidas, que repasa, debería haber 18 escalones entre un piso y otro. Pero no los hay. “¿Es para tanto?”, pregunta su mujer y él dice que no, que probablemente no.

Pero es para tanto.

Se obsesionan. Suben y bajan una y otra vez. A veces cuentan 18. A veces 19. Es como una ilusión óptica piensan. Pero saben que no. “Había algo equivocado con la realidad de la casa, un doblez en lo que creían que era sólido y en principio era algo tan simple como una diferencia en el número de escalones, pero ¿qué más podía haber? ¿Y qué podía haber después del escalón 19? ¿Y si aparecía un escalón 20?

Le cuento (mal) por teléfono el cuento a Fernández Sanz. Me dice que la gramática de los arquitectos es el dibujo y que es muy común entre ciertos estudiantes de arquitectura equivocarse el número de escalones. Que los cuentan mal cuando dibujan una escalera. Aparece el intruso, el escalón fantasma.

La instalación será silenciosa. No habrá ningún sonido. Cuando Macchi y Fernández Sanz me cuentan esto, deslizan algo sobre la resonancia Schumann pero siguen hablando sin darle importancia. No entiendo bien a qué se refieren y pienso en Schumann el compositor alemán. ¿Música de Schumann? Decido investigar. Bueno: no se trata de Schumann el compositor alemán sino de las frecuencias extremadamente bajas del espectro electromagnético de la Tierra. Se dice que se las hacen escuchar a los astronautas para que no se vayan de la Tierra. Pienso en el escalón 19. ¿Acaso quieren retener a la gente dentro de la galería conjurada? ¿Acaso quieren que puedan salir de la galería-vieja hacia la luz y que no se queden en ese fantasma, en esa realidad paralela? ¿Macchi y Fernández Sanz se están poniendo supersticiosos y temen perder a los visitantes, temen que encuentren el escalón 20 o la puerta hacia la Otra Galería, como el Otro Londres de Harrison? ¿Y quieren solucionarlo con ciencia? Aunque la ciencia, e intuyo que ellos lo saben, alguna vez fue magia.

De todos los textos de terror arquitectónico el más notable es la novela “Casa de hojas” de Mark Z. Danielewski. Aunque es una novela muy compleja --una historia dentro de otra historia y varias ramas más, que incluye a un escriba ciego que refiere sin duda a Borges-- el corazón es la casa del título.Una familia filma su nueva casa. Videos familiares, eso es todo. Pero el registro se convierte en una pesadilla cuando la familia vuelve de un viaje y encuentra un espacio nuevo en la casa: donde había una pared pelada, ahora hay una especie de closet, un ropero, con su correspondiente puerta. Ese espacio ha aparecido. Es la definición de lo siniestro: lo familiar que se vuelve extraño. No hay nada en el closet, no es amenazante. Lo horrible es su materialización. Investigando este fenómeno, el dueño, Will Navidson se pone a medir la casa. Y descubre otra locura física: el ancho del interior de la casa excede en seis milímetros el ancho de la casa medida por fuera. Es nada, es mínimo, pero es imposible. No es un detalle, es la distorsión de lo real. Entonces Navidson pide ayuda: llama a su hermano y a un amigo científico. Y las cámaras montadas para contar la historia de su familia empiezan a mostrar este horror imposible. En el living aparece un pasillo negro y helado, sobre una pared: del otro lado de la pared está el jardín, pero el pasillo oscuro no sale hacia ninguna parte, lleva a otra oscuridad. Una oscuridad donde algo ruge. Poco después, las paredes que sostenían estanterías de libros se expanden y el ruido de la caída de la biblioteca es el principio de la locura. Pronto, Navidson se verá obligado a contratar un equipo de espeleólogos: es que ese pasillo frío y completamente oscuro se ha expandido en un espacio enorme que él no puede explorar solo. Los espeleólogos inician las exploraciones y encuentran un Gran Recinto cuyo techo mide al menos ciento cincuenta metros de altura y su arco es de kilómetro y medio. Tiene una escalera en el centro, de más de sesenta metros de diámetro, que desciende en espiral hacia la nada, o mejor dicho, hacia la oscuridad total. En la tercera exploración, los espeleólogos tardan once horas en regresar. La oscuridad se mueve, crece, se expande, se achica. Se pierden en la casa, se los escucha detrás de las paredes, desaparecen en profundidades. El misterio de la casa nunca se resuelve del todo pero eso no es lo importante porque no es una casa que alberga un monstruo. La casa es un monstruo, la casa no pertenece a este mundo.

¿Hay casas así en la literatura argentina? No recuerdo más que los ejemplos obvios. Y mucho más que “Casa tomada” de Cortázar me estremece “La escuela de noche” de su último libro, Deshoras. Porque transcurre en un lugar conocido, el colegio Mariano Acosta. Cuando los chicos deciden ingresar de noche se encuentran con una mascarada-orgía fantasmal de la que participan preceptores y profesores y finalmente ellos mismos. Pero no es que los verdaderos “ellos” estén usando la escuela de noche. Es que el Mariano Acosta se ha convertido en una puerta hacia el futuro donde danzan fantasmas que parodian los años venideros llenos de crueldad. Hay fantasmas del futuro, también. “Díptico” es una recreación del pasado pero Macchi y Fernández Sanz la traen desde el futuro.

 

4-

Pienso en qué tipo de fantasma es un lugar fantasma. Porque se asume que los fantasmas están en pena o son malvados o al menos traviesos pero no es siempre así. También se asume que son blanquecinos o traslúcidos, nubes, sábanas, ectoplasmas, las babas del diablo, telarañas. Pero hay fantasmas que son sombras. Hay otros que tienen color: M.R. James, gran maestro de los cuentos de terror del siglo XIX, dejó un texto póstumo donde describe fantasmas rojizos, como ensangrentados. También tienen personalidad: los fantasmas japoneses son implacables y en general es imposible calmarlos: casi todos son vengativos, crueles. Con los fantasmas chinos se negocia siempre. Un fantasma guaraní, el Póra, es protector y rara vez se corporiza: se lo presiente. Se dice que un lugar tiene “póra” cuando está habitado por un fantasma: es nuestra palabra más similar a “haunted”: el “póra” guaraní.

Pienso en ciudades fantasmas. Se suele llamar pueblos fantasmas a pueblos abandonados pero es una otra inexactitud. Un pueblo fantasma debería ser un pueblo que aparece y se va, que vuelve, que repite. Hay ciudades fantasma. Entre mis favoritas está Ys, una ciudad bretona que se tragó el océano. En el siglo XIX recopiló su mito y la hizo famosa Hersat de la Villemarqué, folklorista que encontró una canción sobre la ciudad, la más bella de Europa. En el relato original Ys nunca emerge: que surja del agua, no toda, específicamente la catedral (y en consecuencia el sonido de sus campanas fantasma) fue una idea de Claude Debussy que compuso su “Preludio” basándose en esta iglesia tragada hundida. Es un fantasma-mito, deformado y recreado, musical. Recuerdo otra ciudad sumergida en la película “Bells from the Deep” de Werner Herzog: la ciudad perdida de Kitezh, en Rusia. Iba a ser destruida por los mongoles pero sus ciudadanos rezaron para que Dios la ocultara y Él lo hizo: la escondió bajo el hielo, en la profundidad de un lago. Se dice que, a veces, se pueden escuchar las campanas de la iglesia de Kitezh y ver la luz de las velas en las ventanas. Los peregrinos que quieren ver y escuchar se arrastran sobre el lago helado, pegan la cara contra el hielo, nieva, ellos escrudiñan y se congelan las orejas pero la ciudad fantasma es esquiva. No ofrece, como Ys, más generosa, su bella catedral.

¿Cómo será la personalidad de esta Benzacar conjurada? ¿Un fantasma construído también tiene su caracter propio? Por qué no: nadie sabe quién crea a los fantasmas. Me pregunto si, cuando la galería se cierre por la noche, habrá antiguos visitantes de Benzacar recorriendo la maqueta: ¿atraerá a perdidos amantes del arte? Y, cuando se desmonte, ¿la maqueta aparecerá de madrugada, rompiendo el blanco, registrada por las cámaras como se registran los fantasmas, es decir, mal y dudosamente? Dentro de muchos años, ¿se verá el fantasma de una madera marrón entre pieza y pieza colgada? ¿O se irá para siempre como esos fantasmas que dicen adiós en la ouija y nunca vuelven a visitar a los temerosos jugadores espiritualistas?

Falta para saberlo.

 

5-  Convocar a un fantasma cuesta mucho trabajo. En la Benzacar aparecida, antes de que sea develada, hay cables y sierras y personas levantando maderas y acero. En un rincón ya se ve esa luz que juega con la pared, una línea, un reflejo que parece un recuerdo. Convocar a un fantasma es un acto de magia: la nigromancia es la disciplina que invoca a los espíritus para pedirles conocimiento o favores. Saberes y poderes. La magia, en inglés, suele llamarse “art”: arte. En castellano, a un acto de magia se le da el nombre popular de “trabajo”.

Macchi y Fernández Sanz están haciendo un trabajo y están haciendo arte, es decir, están haciendo magia. La magia es la capacidad de provocar el cambio con el uso de la voluntad, de crear algo ahí donde no había nada. Es decir: la magia es arte.

Pero este fantasma enorme y de iluminación tenue no ha sido convocado para que vaticine ni para que ayude. Y si no es para obtener algo, ¿por qué se llama a un fantasma? La respuesta más clara es que se lo llama por amor. La vieja galería Benzacar está de vuelta por un trabajo de amor. Pienso en Heathcliff, el hermoso y maldito protagonista de Cumbres borrascosas: él llama y consigue hacer regresar a Catherine, la mujer que amó. Ella no siempre aparece como la chica hermosa que fue: a veces es una niña que recorre el páramo frío y golpea las ventanas de la casa hasta romper los vidrios. Se sabe: hay que tener cuidado con lo que uno desea. Sir Arthur Conan Doyle era espiritista desde antes de Sherlock Holmes (¿de dónde sacaba la racionalidad de su detective?) pero se lanzó con ferocidad al rito de hablar con fantasmas cuando murió su hijo Kingsley, herido en la Primera Guerra Mundial. En Buenos Aires, hace pocos años, supe que unas mujeres jóvenes, hijas de desaparecidos, se reunían en una quinta del conurbano a jugar a la ouija: trataban de convocar a sus padres y madres. Todos actos de amor. Esta Benzacar materializada ¿atraerá a los artistas que ya no están? ¿Vendrán ellos a buscar su obra? ¿Es la galería dentro de la galería una bienvenida, una puerta abierta?

Es, sin duda, una caja de memoria. Cada visitante debe conjurar su propio recuerdo de la galería que fue y vuelve a ser, evocar aquellas presencias, tocar estas paredes y regresar a una tarde de lluvia, a un cuadro que hizo llorar, a una risa de burbujas. Traer de vuelta a los fantasmas perdidos. Traerlos de vuelta a casa.