El último verano

María Gainza, catálogo del envío argentino a la Bienal de Venecia, Buenos Aires | 2005

A veces las obras de Jorge Macchi se nos aparecen como una larga carta de amor. De ésas que uno podría encontrar escondidas entre las páginas de un libro viejo en la biblioteca de una casa alquilada durante la temporada de verano. Son obras sobre la fragilidad de las cosas, sobre lo que queda del día, aleteos lejanos de quejumbrosa belleza. Hechas de ausencias que sobrevuelan la escena tan o más poderosamente que las presencias. Imágenes tristes que encarnan esa sensación inexorable de estar encerrado dentro de nuestra cabeza que es la soledad.

En el trabajo de Macchi la palabra clave es desprendimiento. Macchi empieza con poco, con lo que las olas dejan al romper sobre las orillas de nuestra conciencia, y termina con menos. Es un artista de la pérdida y de la nostalgia que ha construido una obra que nos provoca la sensación de estar en un lugar absolutamente privado y altamente secreto y, de golpe, sentir que alguien más está ahí. Es una presencia íntima sin ser personal. Como un antiguo amante a quien no veíamos hace años. O mejor dicho, como su fantasma.

Diciembre
O el instante en que la ola crece

Hay cosas en este mundo que hacen pensar en Macchi: la estela blanca que deja el avión a chorro al perderse entre las nubes, los círculos que reverberan en el agua una vez que la piedrita se hundió, el perfume evaporado que persiste pegado a las paredes de un frasco de vidrio. Es un efecto más que un resultado. Si fuera una viruela, no serían las marcas sobre la piel sino la sensación de debilidad en las piernas por haber guardado cama. Es lo que permanece, vibrando. Porque cada obra de Macchi captura algo que ha perdido solidez. Su material no es la síntesis, ni el esqueleto de una idea, sino su fantasma: el zumbido del mosquito en algún lugar detrás de la oreja, que al tiempo que nos paraliza, nos advierte que darnos vuelta sería inútil, tanto como intentar rascarnos nuestra propia espalda.

Es una sustancia que se escurre entre los dedos en el instante mismo en que intentamos cerrar el puño. En Macchi, nunca es la forma lo que hace el espacio sino el espacio lo que deshace a la forma, hasta pulverizarla. Las páginas de los avisos fúnebres de Monoblock fueron caladas hasta borrar, una a una, todas las palabras. El nombre, el último hilo que sostiene a las personas en el mundo, se esfuma. Quedan unas grillas filiformes tiritando sobre la pared, edificios, ciudades, cementerios que evocan el espectro escuálido de la existencia.

Y sin embargo el elemento fantasmal, el aliento en la nuca de sus obras, apenas asusta. No hay nada de siniestro ni de aterrador sencillamente porque ellas no han nacido del miedo sino de la tristeza. En Mar Muerto, laten sobre la pared, como la melancólica radiografía que registra una enfermedad, las sombras de unos vasos que contienen sal. En Vidas Paralelas, dos vidrios se han roto exactamente de la misma manera: marcas de nacimiento, líneas de la palma de una mano que se abren y cicatrizan en puntos idénticos, ríos de dolor que corren por cauces gemelos. Si el hombre es irremediablemente una isla, estas parejas se nos presentan no tanto como personajes separados de una misma vida, sino como elementos de una realidad en tándem, en la que ninguno podría existir sin el otro. En Still-song las luces de una bola plateada que giraba dentro de una habitación han perforado con agujeros la pared. Son las huellas de una fiesta que terminó y no volverá a suceder. Quizá una felicidad que se prolongó un minuto de más, tal vez una luz demasiado intensa que sobreexpuso el recuerdo sobre el muro como cuando el sol quema círculos en el césped.

Y ocurre que para encontrar su forma más acabada, cada una de las obras de Macchi ha necesitado de un corrimiento mínimo. Ese que sucede cuando, de repente, la ola comienza a trepar. No son los grandes cataclismos, los cambios bruscos de presión ni las descompensaciones abismales los que producen sus imágenes, sino más bien un sacudón imperceptible. Un desplazamiento silencioso. Tan aparentemente inofensivo pero implacable que recuerda la aguja del reloj que de a saltitos milimétricos va empujando los días.

Hay un clima de lluvia, de eterna lluvia irlandesa, como en Mercier y Camier de Beckett, que en la obra de Macchi alcanza el status de una idea metafísica. Una quietud misteriosa, una gravedad o calma. Un segundo antes: todo parecía desmoronarse. Un segundo después: la situación se ha estabilizado. En Les feuilles Mortes, las líneas de un cuaderno se vienen a pique. Precipitándose hacia el suelo capturan la irreversible propensión de los cuerpos a pasar del orden al desorden y luego, quizá, a desvanecerse en el aire. Y sin embargo, en The Speaker’s Corner, donde las comillas se hamacan sobre la pared mientras envuelven citas vacías, en Blue Planet, donde los continentes del mapa han sido barridos por el agua, el desorden no surge como la negación del orden, sino, y principalmente, como la condición ordinaria de todo movimiento: el resultado de la mezcla automática y azarosa de las moléculas que andan sueltas por ahí. La fuerza del mundo de Macchi estriba en que éste nace precisamente en el instante mismo en que asume su desequilibrio.

Curiosamente, la obra de Macchi no es sólo el registro de una emoción sino el espacio mental donde se desenvuelve una lucha: entre la destrucción de la imagen y la búsqueda de la imagen posible. Jacques Dupin, el poeta, decía: “En el bosque estamos más cerca del leñador que del caminante solitario. No es un espacio atravesado por los rayos del sol y el canto de los pájaros sino su futuro escondido: trozos de madera. Todo se nos da para ser forzado, para casi destrozarlo –y destrozarnos a nosotros mismos”. Como si la imagen sólo pudiera nacer cuando todas las chances para la vida han sido destruidas, Macchi explora los márgenes, los finales, los desechos, lo que queda atrás. Es una cuestión de mantener una vigilia silenciosa sobre el mundo hasta el último momento, hasta que éste comienza a quebrarse por la presión que se ha colocado sobre sus espaldas. Entonces Macchi recoge las astillas.

Enero
O el sonido del agua al romper contra la arena

Si uno de los fuertes del trabajo de Macchi es la rapidez y limpieza de pensamiento -cómo une dos puntos de una idea sin que el pulso le tiemble y sin necesidad de florete- el otro, a decir verdad, es su consecuencia inexorable: porque habiendo sido reducidas a lo esencial, despojadas de ornamento, las obras de Macchi dan el mismo placer formal que la música. Y entonces se comprende que en realidad el artista está interesado en problemas que se extienden fuera del campo de las artes visuales y que lo que él ha emprendido, desde hace ya varios años, es un enorme proyecto poético.

Por eso en sus obras, así como en la poesía, los cruces entre la imagen visual y la acústica se suceden. Hay obras silenciosas que aluden a la música de manera directa: en Nocturno los clavos sobre un pentagrama parecen el intento desesperado por retener una melodía; las hay abiertamente musicales: en La Ascensión, una cama elástica colocada debajo de un fresco veneciano registra la Ascensión de la Virgen María y, como el parche tirante de un bombo, evoca el golpe del mazo, mientras la música de una viola de gamba recrea tristemente el esfuerzo del ser humano por ganar la inmortalidad: el salto torpe, su breve estrellato y su inevitable caída a la tierra; y finalmente hay obras sin acompañamiento musical ni referencias directas, y que aún así parecieran esconder un metrónomo silencioso que marca su ritmo interior. Fuegos de Artificio captura la explosión de la huella de un zapato: una de esas obras en las que las pausas y los hiatos visuales parecieran, más que romper la cadencia musical, suceder bajo su influencia. O bien Horizonte, donde los resortes que sostienen una fotografía del mar se vuelven las ondas de un misterioso instrumento de cuerdas, y el horizonte, una fermata, la notación que en una partitura suspende o prolonga el sonido por más tiempo del establecido.

Cuando éramos niños nos decían que si colocábamos un caracol sobre nuestra oreja podríamos escuchar el rumor nocturno del mar. Más tarde, descubrimos que, en realidad, lo que sucedía era que, por su forma, el caracol podía amplificar las vibraciones de los sonidos más leves de un lugar: el aire que peina la hierba del jardín, la respiración de un perro durmiendo al sol, una cortadora de pasto a lo lejos. No serían otra cosa las obras de Macchi, amplificadores que captan y reproducen ruidos que en condiciones normales el oído humano pasaría por alto. Obras como noches que propagan a través de kilómetros el susurro más tenue, los roces ligeros que provocan las cosas olvidadas: la música ambiente del universo.

Febrero
O lo queda cuando la espuma se retira

El filósofo Richard Wolheim solía pasar cuatro horas por reloj frente a una obra. Escribió: “Desarrollé una forma de mirar las pinturas que consumía enormes cantidades de tiempo pero a su vez era sumamente gratificante. Llegué a reconocer que generalmente me llevaba por lo menos una hora desembarazarme de todas las asociaciones dispersas y percepciones erróneas, de ahí en adelante cuanto más tiempo me quedaba, más parecía que la pintura me entregaba su secreto”. Las obras de Macchi, en cambio, no exigen de tanto tiempo frente a frente porque más que una mirada intensa son imágenes que necesitan una absorción. Y en eso se acercan poderosamente a la literatura. Tanto que al final uno comienza a presentir al artista como el creador de ficciones visuales.

Días después de ocurrido el encuentro sus obras crecen en la memoria. Rebotan por las habitaciones de la mente en cámara lenta como objetos dentro de una nave espacial. Son imágenes que podrían ser tapas de libros en su poder de condensar historias pero no, son más bien lo que encontraríamos al abrir el libro si uno pudiera, literalmente, destilar el relato hasta dar con su esencia.

Cada persona con una identidad coherente está, a cada momento, narrándose a sí misma la historia de su vida, siguiendo el hilo de su propio relato. En el amor olvidado, el tiempo que no volverá, las almas gemelas, las historias policiales, los derrumbes, los encuentros azarosos, los accidentes, Macchi encuentra imágenes para contar las historias que lo habitan. Y al hacerlo atrapa algo de su antiguo perfume.

Pero las buenas historias no tienen un principio, un medio y un desenlace sino que tienen un principio que nunca deja de empezar o más bien, un final que nunca deja de terminar. En el mensaje de feliz cumpleaños publicado en el diario de Historia de amor, flota desamparado el recuerdo, un barquito de papel en el océano del tiempo; la bolsa sobre el espejo de un armario busca desahuciada atrapar un reflejo sin darse cuenta que ese mismo gesto terminará por sofocarlo. Porque la de Macchi es indudablemente una ficción que medita sobre la incomunicación. Sobre lugares donde, más allá del lenguaje que refleja una concepción del mundo y que supone relaciones humanas, no queda más que la singularidad, lo inexplicable, lo indecible. Pero también la realidad incontestable de la existencia.

El universo está hecho de historias, no de átomos. Eso parecen murmurar las obras de Macchi. En Los sueños de Einstein, Alan Lightman relata cómo en 1905 un oficinista en Berna que está por terminar un trabajo al que llama Teoría especial de la Relatividad, cada noche, durante treinta días, tiene un sueño diferente: en cada uno de ellos el tiempo opera de manera distinta. En uno el tiempo es circular, las personas repiten sus triunfos y errores una y otra vez; en otro no hay tiempo, sólo momentos congelados. Es un libro que investiga la naturaleza de la posibilidad y del azar, algo que a Macchi también lo desvela. Pero alejado del pragmatismo de aquel protagonista de Lightman que describe la tristeza como “nada más que un poco de ácido transfigurado en el cerebelo”, Macchi ha decidido habitar un lugar donde una verdad emocional puede tener la misma solidez que una verdad científica.

Marzo
O de espaldas al mar

Las obras de Macchi son lo que un instante después se vuelve pasado. En un episodio de la serie Twin Peaks de David Lynch, los demenciales hermanos Horn, echados en las cuchetas de una cárcel, recuerdan su infancia. Entonces sus ojos se pierden en la imagen nublada de Louise Dombrowski, una chica que con tan sólo una linterna revoloteando en su mano, baila como la llama embrujada de una vela en una habitación oscura. Ese recuerdo que años después sigue hipnotizándolos es el fantasma del amor. Y lo que hace que uno de ellos se pregunte acaso lo mismo que nos preguntamos cada vez que nos paramos frente a una obra de Jorge Macchi: Oh, hermano, ¿en qué nos hemos convertido?