The lost letter

David Oubiña | 15/10/2020

Empecemos por el nombre. Pero no exactamente el nombre de la virgen sino el de su hijo el Salvador. Tal como le corresponde a una virgen extraviada, su hijo será un salvador excéntrico. En uno de los capítulos del libro, Jorge relata una anécdota muy perturbadora sobre Salvador Dalí. Parece ser que los padres del pintor habían tenido un primer hijo a quien le habían puesto de nombre Salvador y que murió a los 3 años; de modo que cuando nació el segundo hijo, le pusieron el mismo nombre, como si viniera a ocupar el lugar vacío o como si fuera su reencarnación (p. 94).

En seguida, como si esa anécdota trajera a la memoria un recuerdo autobiográfico, Jorge hace referencia al origen de su propio nombre. Jorge Luis: porque su padre estaba entusiasmado con El Aleph, de Borges (p. 97). A diferencia de Dalí, en este caso no parecería haber un mandato de reencarnación; pero aun así, el nombre repetido no deja de ser un homenaje. Y en todo homenaje hay algo vampírico: algo de los atributos del original deberían migrar hacia el que viene después.

Claro que uno no tiene por qué quedar condenado a eso que hicieron con uno sino que uno es también lo que hace con aquello que hicieron de uno. En el cuento "La muerte y la brújula", un personaje de Borges sostiene que hay interpretaciones posibles sobre las cosas pero que no son interesantes. "La realidad –se dice allí– no tiene la menor obligación de ser interesante. La realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis". La virgen extraviada es una hipótesis sobre la realidad. Y una hipótesis es una forma que interroga al mundo para ver si hay ahí algo que nos habla.

Eso es algo que aprendí observando cómo trabaja Jorge: en el principio no era el verbo sino la forma. O como dice Jean-Luc Godard sobre el cine: "una forma que piensa". Jorge piensa sobre las formas y hace pensar a las formas. Así como a otros se les aparece la virgen o el demonio, a Jorge se le aparecen formas. Y cuando las formas se le meten en la cabeza e insisten y se resisten a ser olvidadas, las interroga incansablemente hasta que descubre cuál es el mensaje que han venido a comunicarle.

Jorge no se acuerda de lo que se dice en una obra teatral de Rubén Szuchumacher, aunque señala que retuvo los movimientos coreografiados de dos actrices que hacían el mismo gesto al mismo tiempo. "No recuerdo el diálogo –escribe Jorge–, quizás porque la forma capturó toda mi atención. Pensándolo bien, me pasa exactamente lo mismo con las canciones: difícilmente entiendo o recuerdo el texto que se monta sobre la música. Prefiero no entender" (p. 6).

Marcel Proust decía que "los libros bellos siempre parecen escritos en una especie de lengua extranjera". Y es cierto: porque han recuperado esa pura música que es una lengua desconocida cuando uno todavía no entiende el sentido de las palabras. En los libros bellos, las cosas familiares dejan de ser familiares y recuperan cierta extrañeza (p. 58). La virgen extraviada es un libro así. Para Jorge Macchi el mundo es una partitura misteriosa que contiene una extraña musicalidad si se sabe pulsar las cuerdas adecuadas.

Hay que lograr, entonces, no entender. Por eso Jorge lee mal. Porque sabe que leer mal es leer bien. Y entonces, de pronto, la frase "Evita vive" pintada en una pared se convierte en una inquietante advertencia sobre algo que habría que evitar si se quiere seguir viviendo. Algo similar sucede con ese edificio que fue pensado para el viento patagónico, el frío y la nieve pero que se construyó en Salta sólo porque un arquitecto despistado confundió Calafate con Cafayate. A Jorge le gustan los lapsus, las paradojas, los contrasentidos, las simetrías imposibles. Y por eso, La virgen extraviada está llena de lapsus, de paradojas, de contrasentidos y de simetrías imposibles.

En principio, este libro es la documentación de una performance absurda, un happening sin público, un anti-happening: Jorge cruza la cordillera –como si fuera un espejo que separa y que conecta– para ver dos imágenes de la virgen, supuestamente mellizas, una alojada en la catedral de Bariloche y la otra en Chiloé. El sentido o el sinsentido de esta peregrinación aparece como al azar, durante una noche de insomnio, cuando Jorge abre el libro de María Gainza que se llevó para leer durante el viaje: allí lee una palabra alemana (Sensucht) que significa "búsqueda inconsolable de algo que no sabemos qué es" (p. 104).

En efecto, el viaje de Macchi consiste en viajar para averiguar (quizás) por qué viaja. Una expedición que no sabe bien por qué se ha puesto en marcha, que no intenta conquistar nada y que por eso se encuentra en estado de disponibilidad para el asombro. Entonces, mientras circula de un lado al otro de la cordillera, algunas situaciones del viaje traen el recuerdo de otras obras del artista y de algunas escenas autobiográficas o de anécdotas que le han contado. Lo curioso, lo interesante, lo que le confiere unidad al conjunto es que todas estas derivaciones azarosas tienen un común denominador: el reflejo, la replica, la repetición.

Veamos. Por ejemplo. Los dos polos geográficos del viaje: Bariloche y Chiloé. No son la misma palabra, pero están hechas con los mismos materiales. "Bariloche" y "Chiloé" forman un anagrama imperfecto. O una falsa palabra-valija [portmanteau] (como las que le gustaban a Lewis Carroll) porque "Chiloé" cabe adentro de "Bariloche". Bariloche / Chiloé. Chiloé / Bariloche. Lo mismo se desdobla en dos. Eso ya estaba en una instalación titulada Díptico que Jorge realizó hace un tiempo junto al arquitecto Fernández Sanz en la galería Benzacar y que aparece referida en este libro.

Se trata de una maqueta en escala 1:1 que reproducía el espacio de la antigua galería dentro de la nueva galería. Díptico es una instalación de sitio específico. Pero a la vez, pone en cuestión el concepto de  site specific: no porque la instalación pueda ser reproducida en otro lugar sino porque el espacio de la galería es tanto el continente como el contenido. La obra no tendría sentido en otro sitio pero el sitio no podría convertirse en ninguna otra obra que ésta. Habría que preguntarse si es la antigua galería la que se acomoda al espacio de ahora o si, acaso, la nueva galería se olvida de sí misma para convertirse en la anterior. ¿La galería es aquí el marco o es la obra? ¿Será Macchi –en la tradición de Lewis Carroll– es el inventor de la galería-valija?

Borges decía que los espejos son abominables porque multiplican el número de los hombres. Sin embargo a su tocayo Macchi le divierten esos juegos de duplicación, de simetría, de inversión. Como esa foto que dice que quiere capturar cuando los colectivos 24 y 42 se entreveran en un cruce de calles y entonces, por un momento, componen un espejo perfecto, como el de un viejo boleto capicúa. O la obra de teatro callejero TWG100 que escribió hace un tiempo y que transcurría enteramente en la cabina de un Fiat Spazio, con los actores (Silvia Hilario y Uriel Milsztein) adentro del auto y los espectadores en la calle, como si fuera la inversión de un autocine.

En La virgen extraviada siempre hay algo que es réplica de algo, que responde a algo, que recuerda algo. Y puestos a recordar y a responder, quisiera aprovechar esta ocasión para reparar un olvido y contestar una carta que Jorge me envió hace muchos años. Esa carta, que está fechada el día que yo cumplía 32 años, ocupa todo el capítulo 23 de La virgen extraviada. Por un momento, la inversión en espejo de las dos cifras (igual que el cruce de los colectivos), forma un número capicúa. Por supuesto que estos detalles personales no tienen ninguna importancia y, probablemente, Jorge ni siquiera reparó en eso; pero los menciono para poner de manifiesto que cuando uno lee este libro ingresa en lo que yo llamaría el modo virgen extraviada y, cuando uno se pone en modo virgen extraviada, empieza encontrar coincidencias, repeticiones y simetrías por todos lados.

En esa carta, Jorge comentaba sobre la idea que tenía para una película. Por algún motivo, antes de ir al correo decidió copiarla en su cuaderno de notas. Y de allí la transcribe en el libro. Dice así: "Hacer una película de la cual no se recuerda el argumento (...) Pensé en el momento en que uno está contando un chiste y no te acordás cómo seguir, ni te acordás del final,  te ves forzado a continuar de cualquier manera eludiendo el ridículo inevitable. Y entonces decís "no, así no era" y tratás de empezar de nuevo porque pensás que una especie de inercia literaria te va a ayudar a pasar el mal momento. Eso me pasaba con el piano: cuando llegaba a una parte en la que no sabía cómo seguir, volvía atrás y a veces el automatismo me llevaba más allá de lo que había olvidado. El resultado es una antifluidez insoportable, como si fueras caminando por un pasillo muy angosto y tus hombros se fueran raspando con las paredes rugosas y a cada instante existiera el peligro de la inmovilidad o el silencio" (p. 115).

No sé qué respondí en su momento, si es que respondí algo. Pero en cualquier caso, ahora, después de leer La virgen extraviada, sabemos que ese film que Jorge quería hacer ya lo había hecho Alain Resnais: El año pasado en Marienbad es esa película que no recuerda su propio argumento y que, en cuanto se dispone a narrar, ingresa raspándose los hombros en un laberinto de tiempo que es pura dispersión y donde está constantemente asediada por la inmovilidad o el silencio. En el film de Resnais un hombre le asegura a una mujer que se han conocido el año anterior en ese mismo hotel y que se habían prometido huir juntos al año siguiente. Ella lo niega y él trata de convencerla. ¿Miente el hombre? ¿Falla la memoria de la mujer? ¿A quién creerle? La película avanza pero no sabe bien hacia dónde y todo el tiempo se dice a sí misma "no, así no era", y entonces vuelve hacia atrás para tomar envión y volver a empezar.

Pero, entonces, como esa película ya existía, Jorge hizo lo que tenía que hacer: la hizo de nuevo. Bajo la forma de una instalación que se describe en el capítulo 11 de La virgen extraviada. En la bienal de Lyon, Macchi reprodujo un fragmento del impecable jardín francés que se ve en la película de Resnais pero lo ubicó en medio de un baldío lleno de basura, pastizales y escombros. Un poco como sucedía con las dos galerías entretejidas en Díptico: ¿es un jardín que ha aterrizado en medio de un baldío o un baldío al que le ha crecido un jardín? ¿Cómo es posible que el mismo espacio albergue dos paisajes contradictorios?

Durante esa muestra en Lyon, Jorge sacó una foto, luego hizo dos copias, las enmarcó y –tal como había hecho con la carta de hace veinticuatro años– conservó una en su departamento y me dio la otra para que la colgara en mi casa. O sea: el jardín de Marienbad se desdobla como jardín y baldío en la instalación y ese espacio del jardín-baldío se multiplica en sendas fotos: estas dos fotos que ustedes pueden ver reflejadas como en un espejo gracias a la magia del programa de reuniones virtuales de Zoom. Estamos de nuevo en pleno modo virgen extraviada.

A propósito de otra instalación en el lago Nahuel Huapi, Jorge rescata una indicación de Debussy en la partitura de La catedral sumergida donde anota que un determinado pasaje de la pieza suena "como un eco de la frase escuchada anteriormente" (p. 155). Si La virgen extraviada es una forma que piensa (como quería Godard), su modo de razonar funciona así: cada situación es el eco de otra en la que a su vez reverbera una tercera que por su parte trae el recuerdo de otra y otra y otra. Quizás, entonces, esa película que avanza olvidándose de lo que quiere contar y que Jorge proyectaba desde 1996 es este libro. Porque todas las imágenes y las escenas que se describen en La virgen extraviada, todas las anécdotas y los episodios autobiográficos funcionan según la lógica de un dejà vu: cada momento del libro es la réplica de algo que ya sucedió, incluso si nunca sucedió.

Vean, si no, lo que sucede con uno de los momentos más sublimes del libro. Es así. Jorge y sus hermanos deciden pasar unas vacaciones en Miramar, donde veraneaban de chicos y adonde no han regresado desde entonces. Alquilan la misma casa que ya conocen pero, aunque todo está igual, parece otro sitio. Excepto por ese Ford Falcon color ladrillo modelo 73 que está estacionado frente al chalet y que es igual al que la familia tenía en esos años. ¿Es igual o es el mismo? ¿Acaso el viejo auto ha regresado hasta allí para esperarlos? ¿Es pura imaginación? ¿Es mera coincidencia? Imposible saberlo, pero lo que sí podemos asegurar es que, finalmente, los hermanos Macchi han tenido su propio Marienbad.

Y ya que La virgen extraviada ha respondido la pregunta sobre la película imposible que Jorge planeaba hace unos años, me permito sugerir el próximo proyecto de película imposible que podría titularse El año pasado en Miramar y que narra la historia del regreso a una ciudad donde nunca se estuvo, para pasar unos días en una casa que es la misma o es otra y donde se recibe la visita de automóviles fantasmas que quizás son sólo producto de la imaginación.

Lo cierto es que, poco a poco, todos pasaremos a formar parte de esa gran película que Jorge nunca ha dejado de imaginar. Y en algún momento nos daremos cuenta de que nuestro mundo no es más que un pálido reflejo de ese mundo más verdadero que es la obra de Macchi.

Marx decía que los acontecimientos de la historia ocurren dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa. Pero lo que La virgen extraviada demuestra es que quizás no tiene que ser siempre así. Porque cuando las cosas tienen la suerte de volver a ocurrir ante la mirada generosa de Jorge Macchi es como si milagrosamente se les concediera una segunda oportunidad. Y nosotros, espectadores felices de ese milagro, tenemos el privilegio de compartir ese acto que las redime.

 

 

Presentación La virgen extraviada

Jueves 15 de octubre, 19:00 hs