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Las islas vírgenes
La última que vez que tuve oportunidad de ver trabajos del artista argentino Jorge Macchi (Buenos Aires, 1963), fue en el 2017 con motivo de la exposición “Perspectiva”, que comisariada por Agustín Pérez Rubio tuvo lugar en el CA2M de Móstoles, en Madrid, aunque es posible que en alguna edición de ARCO se mostrasen trabajos suyos. Así pues, la organizada por el CA2M es el punto de referencia con respecto a la actual presentación en una de las galerías españolas de mayor prestigio y autoridad. De aquella exposición de hace seis años recuerdo una buena selección de trabajos en dos dimensiones que, a modo de una gran partitura (de hecho, había una obra que perfectamente así podía calificarse), iba pautando las diferentes tonalidades (en su sentido musical) con que visualmente se expresaba cada trabajo. Es posible que aquella muestra (y también probable que me traicione la memoria) fuera una exhibición de obras básicamente en dos dimensiones, pero también una rara e inteligente demostración de la cualidad “lingüística” del gesto pictórico, idea que pienso ha estado siempre -de una u otra forma, con alta o baja intensidad- en el decir creativo y artístico de Macchi. Y aquí tenemos ya el “diferencial” más importante entre la “Perspectiva” de entonces (2017) y “Las Islas Vírgenes” de ahora: en la casi inexistencia de obras bidimensionales, y en una mayor y más fuerte presencia de la escultura y el objeto. Incluso algunas obras han sido presentadas como instalación o intervención en el espacio.
Plenamente de acuerdo con la hoja de galería cuando leemos que la obra de Macchi (gran parte de ella, ciertamente) son “signos y conceptos que cuestionan el espacio y el tiempo”. Ello me lleva a recordar al teórico francés Jean-François Chevrier cuando en su inteligente ensayo “El objeto de arte y la cosa pública, o los avatares de la conquista del espacio” (editado por Brumaria) afirma lo siguiente: “(…) gran parte de los conflictos artísticos e ideológicos que animan las polémicas del presente se verifican entre los devotos descendientes del tiempo y los encarnizados habitantes del espacio”. Esa misma “lucha” (tiempo versus espacio, simplificando mucho) ha sido una de las constantes que formal y conceptualmente han definido y expresado la creación artística de Macchi. Un trabajo como el que ahora podemos contemplar en Madrid, y que de una manera lúcida como inteligente, surge de las auras frías de (en parte) todos los minimalismos de las neo-vanguardias de los sesenta (pongamos un ejemplo: los “Oggetti in meno” de Pistoletto), pero también de las múltiples derivas figurativas de raíz bastarda y contaminada por la mezcla de alta y baja cultura, así como las alteraciones morfológicas del objeto post-duchampiano, al igual que la surgida de la producción conceptual más ortodoxa, pero a su vez contemplando con fina ironía la retórica de esa misma ortodoxia. En realidad, en la poética artística de Macchi hay una firme defensa del “Lugar del Artista” (su autonomía discursiva) en la sociedad contemporánea. O lo que es lo mismo: la defensa de la identidad creativa del hacedor de arte en tanto que poderoso y necesario productor de Formas.
En el trabajo de Macchi se da una rara “lógica del sentido” a partir de una consideración muy sutil del absurdo como elemento estructurador y dador de nuevas realidades creativas, y que son igualmente nuevas realidades semánticas. El lenguaje, entonces, y tanto el escrito como el visual, se presentan como “agents provocateurs” de lo que el artista finalmente mostrará como acabado objeto de arte. Ahora bien, esa perversa y manipulada “lógica del sentido” (título de un maravilloso ensayo de Gilles Deleuze) ocupa en la obra de Macchi en lugar esencial gracias a la utilización de la paradoja como espoleta que hace estallar el universo lógico y empírico de la experiencia reconocible. En el ensayo citado de Deleuze podemos leer lo siguiente: “La paradoja es primeramente lo que destruye el buen sentido como sentido único, pero luego es lo que destruye el sentido común como asignación de identidades fijas”. Así es, estamos convencidos, en “Las Islas Vírgenes” donde tenemos sobrados ejemplos de esta interpretación de la paradoja, que juega con la imprudente sinrazón de las lógicas admitidas, o con las invisibles locuras de lo establecido y fijo, o con las productivas demencias de lo aparentemente innecesario. Focalizando más en las obras expuestas (no demasiadas pero muy bien instaladas) podemos advertir lo hasta ahora dicho en este párrafo en la instalación “Diccionario de palabras muertas”, en mi opinión la mejor obra de la exposición, y una de las más bellas y melancólicas que he visto del artista argentino. Pero también en el imposible reloj de “3AM”, un desesperado “asesinato del tiempo”, donde tres cuadrantes de un reloj que se divide en esquinas en tres paredes diferentes ocultan siempre la hora a la que el título hace referencia. Igualmente, en la inquietante y humorística ironía de “Debajo de la alfombra”, o en la entrañable y nostálgica “Las máscaras de la tragedia” donde las máscaras (en cerámica) son modelos diferentes de enchufes o tomacorrientes. En definitiva, una exposición magnífica de un gran artista, y que gira en torno a las narraciones simbólicas sobre la ineluctable modalidad de lo visible.