• Textos
  • Una opacidad renovable

Una opacidad renovable

Cuauhtémoc Medina | 2014

Una opacidad renovable

Cuauhtémoc Medina

 

Que Jorge Macchi, uno de los principales referentes de la practica neoconceptual del continente, haya dirigido sus esfuerzos en tiempos recientes hacia la pintura (la disciplina en la que recibió su entrenamiento) no alimenta en modo alguno la ilusión de una vuelta al orden, ni ninguno de los discursos que circularmente regurgitan quienes suponen una especie de restauración del modernismo o los géneros tradicionales. Quien se acerque a estas pinturas con la expectativa de que hay aquí una defensa de la eternidad o santidad de la pintura, o incluso de su superioridad por encima de cualquier motivo expresivo, historicista o técnico, ha de quedar plenamente decepcionado.

Macchi es un pintor sin aureola. La relativa parquedad de estas pinturas, su extrañeza, su carácter hasta cierto grado anicónico, que rechaza al mismo tiempo las suposiciones y hábitos visuales de la llamada pintura abstracta, tanto como la importancia que involucra en ellas la ambivalencia de su materialidad, colorido y forma, deberían ser claves suficientes para entender que Macchi se ha aproximado a la pintura con pasión y simultáneamente sin ilusiones. Es por demás evidente que, como muchos otros practicantes, éste es un pintor que gusta sin tapujos de la sensación del pintar y que, de hecho, se ve compelido por ella como experiencia en tanto que está habitada de un saber intuitivo, acumulativo y característicamente individual del comportamiento de las sustancias en el lienzo, la tabla o el muro.[1] Sin embargo, al espectador, esas marcas y signos de goce del oficio no se le revelan como el origen personalizado de una serie de imágenes definitivas, calidades de superficie lustrosas o expresionistas, o una supuesta “visión del mundo”. Todo lo contrario: los cuadros de Macchi se plantean como una cuidadosa elaboración de un objeto indefinido, una especie de escena sin valores rotundos, pero capaz en cada uno de sus recovecos, recortes y superficies de albergar nuestra mirada con una actividad incesante. Como el prestidigitador, el pintor escamotea tanto el objeto como el sentido.[2]

Éstos son, en efecto, cuadros que requieren que se les conceda el tiempo que requiere su desarrollo. Su dignidad como pinturas es, precisamente, ser trapos que devoran tiempo. Podría decirse que su principal oferta es ese consumo de tiempo: capturar nuestra mirada con elementos que, consciente o inconscientemente, refieren a los modos de ver que históricamente podemos heredar de la historia del pintar, pero presentados sin ninguna liga concreta con ninguno de esos referentes.

 Si estas pinturas anti-icónicas y técnicamente parcas contienen algo es precisamente porque se ofrecen sobre todo como “pintura”, es decir, como receptáculo de una demanda de reflexión visual. En otras palabras: son cuadros que proclaman sigilosamente su dificultad. Porque no se entregan como cosas a ser identificadas y vistas y almacenadas en la memoria como parte del catálogo de lo visto, se ligan con la historia de la pintura como el arte reflexivo y autocrítico de la modernidad. Toman partido por un pintar como producción de calidades enigmáticas: la experiencia de una visualidad despojada de inocencia.

Macchi no aparenta que sus cuadros tengan ninguna continuidad programática, metodológica o visual con respecto de los objetos, textos, imágenes y videos intervenidos que viene produciendo desde mediados de los años noventa. Ciertamente, sería factible sugerir que, como sus periódicos recortados, instalaciones y paradojas visuales, la pintura de Macchi insiste en lo que Gabriel Pérez Barreiro designó como “la diferencia entre la comprensión lógica que tenemos del mundo y nuestra experiencia sensible de él”,[3] que radica en la base del comportamiento de muchas de sus obras. Sin embargo, esta diferencia no se establece en la tensión entre el comportamiento de las obras de Macchi y el código de operación comunicativa y/o sociológica de sus objetos y referencias, como sucede muchas veces en sus objetos, videos e instalaciones. El lugar de esa batalla está, más bien, en la contradicción de la experiencia sensible que sus pinturas ofrecen y las expectativas que contiene la cultura pictórica. Lo que está constantemente puesto en entredicho en las obras de Macchi es la pretensión de la pintura como cultura, con la finalidad de efectuar un rescate de la experiencia de la pintura como tal.

Es cierto que en un plano de procedimientos y métodos quizá habría modo de ligar algunas de estas telas con la lógica de substracción, recorte o edición que Macchi ha empleado en muchas otras de sus producciones. Con un cierto trabajo, es posible ver en ciertas obras una analogía con el modo con el que Macchi extrae el contenido para dejar presente el continente de mapas, periódicos o películas, enfrentándonos a la vez con la narrativa que produce de por sí el marco de esos objetos informativos, como con nuevos patrones poéticos invisibles en el todo preexistente a la obra. También pudiera argüirse, retrospectivamente, que el interés por la convencionalidad del tiempo y la arbitrariedad de la sensación de la duración reaparecen como la negociación que el pintor Macchi nos ofrece entre la insignificancia de sus imágenes y el tiempo que nos requieren de reflexión y contemplación. Hay ciertamente una aplicación de principios de edición y duración en la producción de su pintura, pero los procedimientos que todo ello involucra aparecen en cierto grado subyacentes y ocultos, y no proclamados como el momento de sorpresa y habilidad de sus objetos y construcciones. Ésta es una familiaridad clandestina.

 Ante todo, en los cuadros de Macchi hay un elaborado sistema de obstáculos y desviaciones. Uno observa fragmentos de un patrón de triángulos, círculos y cuadrados recortando lo que parece una imagen picassiana del estudio del artista en grisalla, o un patrón de círculos en diversas proporciones interrumpiendo como una celosía la ventana supuesta de un posible cuadro de figuras. Lo que esta celosía nos ofrece es una imagen que interpone un efecto cubista a una cita histórica postcubista: el recorte o patrón, tomado de una regleta de dibujo, produce una pintura simultaneísta, siempre inestable para la observación. Son imágenes interrumpidas, donde la superficie de figuras geométricas industriales compite de manera constante con un fondo que nos queda continuamente fragmentado e indescifrable. Siluetas infantiles de colores manchados que en lugar de declararse figuras nos seducen con su suciedad de desecho; trazos desenfocados que no atinan a remover el lodo de la ventana visual; gestos gráficos que rehúsan el fetichismo de una grafía personalizada. El espectador educado tenderá a emplear la multiplicidad de los recursos que la experiencia de la pintura le ha otorgado en la apreciación de los grados sutiles de sombra ahogados por un fondo de ocres, la búsqueda de colores iluminados por refracción desde el interior del pigmento, la huella significativa del cuerpo transmitido a la tela por el pincel o la espátula, la sugerencia de transparencia y espacio. Que ese trabajo y su ambivalencia se hagan patentes es lo que en el rango de las expectativas del observador acaba por aparecer como un placer.

En efecto, lo que la pintura de Macchi ofrenda al gusto es tan sólo complejidad: los cuadros rehúsan sistemáticamente la oferta de un contenido iconográfico o técnico continuo, la definición de un estilo, la argucia de algún valor cultural preciso. No son la presentación de un objeto, ni la imaginación de un espacio, pero tampoco la oferta de un procedimiento técnico llamativo. Pintados con colores y acabados más o menos sucios y secos, aparecen también escasamente inclinados a ofrecerse como portadores de una firma o un gesto individualizado. Bien pudiera pensárseles más bien como una especie de residuo visual. Lo que Macchi pinta es un laberinto de negaciones que nuestro ojo recibe como el goce de vérselas con algo que sólo puede plantearse como una pintura.

Lo que aquí se propone es una observación de la propia observación: un rescate de la pintura por el costado de su experiencia observadora. En relación con un medio convencionalmente fetichizado, cuya posesión y factura están rodeadas de una mitología y valoración repletas de privilegios y extravagancia, los cuadros de Macchi se ofrecen como un curioso correctivo. Su valor no estriba tanto en aquello que el pintor ha localizado y efectuado en el objeto mismo. Su sentido está por entero situado en el espacio de una interactividad, en relación con su relación al mirar con pensamiento.

Si el lector pudiera ver… No se trata ya de escribir en torno la inefabilidad de lo pintado, que mediante el rodeo de un supuesto lenguaje trascendente acaba por producir una contradicción prestigiosa: la de una escritura que declara su imposibilidad a la vez que se la lleva a cabo. Lo que la expresión pone en juego es la posibilidad misma de un ver que no sea puramente interpretativo, identificativo y/o un proceder de asociaciones significantes. En el territorio de lo que fueron las artes visuales, es cierto que la observación de las obras empieza a convertirse en un ideal regulativo, en una hipótesis, en una mera ideología. La semiótica del objeto de lujo no se valida en la contemplación formalista. Hoy día ofrecer una pintura difícil, en cierta medida inapropiable, que exige al que la ve el empleo de una frustración delicada, es una forma de resistencia. Lo que un pintor como Jorge Macchi ofrece es el reverso de las seguridades que acompañan el discurso de la pintura: un motivo visual difícilmente clasificable, que suspende la representación para demandar un nuevo contrato con su receptor.

Esto no debiera extrañarnos. La experiencia del arte contemporáneo consiste en una fabulosa expansión de las capacidades interpretativas del espectador, en la incorporación de toda clase de objetos y gestos al campo de cierta legibilidad e implicación, por lo que propiciar una ocasión de no legibilidad pareciera una causa perdida. La estetización de lo banal, lo dado y lo cotidiano, e incluso los valores semánticos que ha adquirido el repertorio de lo que en el siglo xx el arte occidental pretendió capturar bajo el término de “la abstracción”, hace ese desplazamiento de la legibilidad a la observación reflexiva aun más endemoniado. A pesar de la evidencia monumental de la complejidad de la cultura visual de corte no figurativo en toda clase de sociedades, épocas y geografías, la narrativa modernista y sus instituciones siguen perseverando en hablar de “la invención de la abstracción” para referir al abandono del régimen de representación renacentista en la pintura europea por parte de varios artistas europeos hacia 1912.[4] El resultado correspondiente de esa denegación es también proseguir con una falsedad teórica: esencializar la neutralidad semiótica de la abstracción, perpetuar el discurso que pretende que los lenguajes abstractos no significan nada. Al cabo de una centuria, la abstracción de raíz europea ya no puede verse como sinónimo de no-representación. Las obras abstractas de todo tipo han acabado por adquirir un valor iconográfico: su valor representativo de las ideologías de la sociedad industrial es, hoy por hoy, tan importante como el desgaste que toda la visualidad de la alta cultura modernista ha sufrido en relación con su apropiación por la industria del diseño, la propaganda comercial y el espectáculo.

En esas condiciones, el ideal de un lenguaje artístico puro, sin connotaciones ni implicaciones extrapictóricas, no tiene sentido. Producir un objeto que obligue a una mirada autorreflexiva ha de proceder por una vía mucho más complicada: caminar un campo minado por una visualidad excesivamente habitada de connotaciones. Insistir en pensar la pintura como depositaria de una dificultad, que no se resuelva en la interpretación o la producción de signos, requiere una serie de desvíos que, mediante negaciones puntuales, haga presente al observador su condición de agente.

Esa significación, en contra de toda la gama de discursos simplificados, comerciales y populistas que frecuentemente rodean a los supuestos defensores de la pintura, estriba precisamente en la rareza de su función crítica y argumental. Sería una insensatez afirmar que “la pintura ha muerto”. Con frecuencia, ese argumento de vanguardismo anacrónico es más una proyección: la suposición interesada que la doxa filistea de los supuestos defensores de la pintura se hace de sus adversarios, como enemigos de lo pintado. La noción de que “la pintura ha muerto” aparece como un discurso paranoico atribuido a los que pensamos y reflexionamos en el contexto del arte contemporáneo. Lo que esa simplificación suele ocultar es un desacuerdo.

Por un lado, nadie lo duda, la pintura aparece y reaparece en el contexto del arte contemporáneo como un medio más, restituida en su función comunicativa, como el vehículo de determinadas asociaciones e implicaciones sociales. Irónicamente, ha adquirido el papel de su antigua adversaria, la fotografía, como uno de los medios maleables de una comunicación visual que alberga, en el mejor de los casos, una capacidad de evocar una multitud de condiciones y referencias históricas. En el peor de los casos, es la moneda de cambio de una serie de prestigios convencionales. La pintura subsiste como una mercancía reproductora de imágenes, incluso en términos de servir como referente a los estereotipos de sus productores y receptores. Independientemente de qué presenten los lienzos pintados, éstos suelen incorporar dos imágenes caricaturescas: la del pintor supuestamente incomprendido y su correspondiente interesado, el acaparador de objetos suntuarios colgados en los muros.

En efecto, la pintura en la mayoría de los casos se ha convertido en el significante de esa doble regresión: la afirmación totalmente inexplicable de significación absoluta del artista y de privatización de la experiencia por parte del coleccionista. ¿Por qué perseverar en desafiar esa función reaccionaria? Por un lado, por el peso referencial que la pintura posee en nuestra reflexión y teorización artística. En palabras de Helmut Draxler: “El acto de pintar, como una forma histórica de producción, puede en efecto ser obsoleto en una cultura desbordada por imágenes de los medios, pero la pintura como tal continúa desempeñando un papel protagónico en determinar cómo experimentamos y pensamos el arte en general, sin importar si rechazamos o admiramos la pintura contemporánea.”[5] Que de vez en vez un pintor como Macchi haga válida la suposición de que pintar consiste en crear una exigencia visual, que coloque frente a nuestros ojos un aparato de preguntas y actividad fenomenológica, sirve para sostener la relación toda de arte y crítica. Precisamente por su opacidad, permite a las otras operaciones artísticas negarse a aparecer como meros juegos de significantes.

Pero también podría argumentarse que resulta necesario demarcar el lugar paradójico y a la vez imposible, que la práctica de la pintura representa. La pintura ha de ser convocada y creada, para citar a Samuel Beckett, “porque no hay nada qué pintar ni con qué pintar”.[6]

Fue con esa frase lacónica y exacta que a fines de los años cuarenta del siglo xx Samuel Beckett trató de resumir la situación a la vez forzosa y aporética en que se encontraba ya entonces la práctica de la pintura en Occidente. La pintura aparecía a Beckett perfilada por el “carácter insuperable de su indigencia”, y constituida como una tarea que aparecía tan imposible de llevarse a cabo como de ser abandonada: “La situación es la de quien está inerme, no puede actuar, en nuestro caso no puede pintar, por cuanto está obligado a pintar.”[7] Ese análisis era característico del doble cerrojo que hace tan radical su dramaturgia: la pintura aparecía como un momento de agonía derivado precisamente de postergar el final. En esa espera sin destino, sin promesa ni objetivo, es que es posible plantear la idea de renovar nuestra relación con lo pintado. Eso fue, precisamente, lo que Beckett sugirió a su amigo el crítico francés Georges Duthuit en una carta del 9 de junio de 1949:

 

¿Acaso existe, o puede existir, o no, una pintura que sea pobre, abiertamente inútil, incapaz de cualquier imagen, una pintura cuya necesidad no busque justificarse? El hecho de que yo debiera verla donde no hay más que una renovación sin precedentes de la relación, del banquete, carece de importancia. Nunca más puedo admitir otra cosa salvo el acto sin esperanza, sereno en su perdición.[8]

 

Obras como las de Macchi aparecerían como un medio de contraste donde, sin pretender la exclusividad del proyecto pictórico modernista, se plantea la posibilidad de una reflexión cuya necesidad tampoco busca justificarse. Es esa serenidad de no tener una orientación ni una existencia asegurada lo que quizá la pintura puede aportar al ethos del arte contemporáneo.

 

 

[1] En este sentido, es recomendable leer la sugerente interpretación de James Elkins de la pintura como un arte alquímico de manipulación y saber de sustancias: James Elkins, What Painting Is. How to Think About Oil Painting Using the Language of Alchemy, Nueva York-Londres, Routledge, 2000, p. 22.

[2] Es curioso que, en las lenguas romances, el propio término de “prestidigitador” oculte también su afinidad con la palabra “prestigio” en su sentido originario de “ilusión” y “fantasmagoría,” detrás de un galicismo que lo hace aparecer afín a la velocidad de los dedos. Según el diccionario etimológico, la palabra “prestigio”, del latín tardío praestigium, proviene del latín clásico praestigiae, “fantasmagoría”, “ilusiones”, “juegos de manos”. Hacia fines del siglo xv el castellano registra el vocablo “prestigiador”, “el que hace juegos de manos”, derivado del latín praestigiator. Es debido a la falsa etimología que lo hace entender como refiriendo a la velocidad de los dedos que, por vía del francés, se acuñó finalmente el vocablo “prestidigitador” a fines del siglo xix. Juan Corominas y José A. Pascual, Diccionario crítico-etimológico castellano e hispánico, Madrid, Gredos, 1993, vol. IV, p. 647.

[3] Gabriel Pérez-Barreiro, “A anatomia da melancolia”, en: Jorge Macchi: exposição monográfica, Porto Alegre, Fundação Bienal de Artes Visuais do Mercosul, 2007, p. 176.

[4] Para una crítica del europeísmo de la reciente exhibición del moma neoyorquino titulada Inventing Abstraction, véase entre otras la nota de G. Roger Denson, “Colonizing Abstraction: moma’s Inventing Abstraction Show Denies Its Ancient Global Origins”, en The Huffington Post, 14 de febrero de 2013, disponible en: http://www.huffingtonpost.com/g-roger-denson/colonizing-abstraction-mo_b....

[5] Helmut Draxler, “Painting as Apparatus. Twelve theses”, Texte zur Kunst, núm. 77, marzo de 2010, p. 109.

[6] Samuel Beckett, Proust y Tres diálogos con Georges Duthuit, trad. Juan de Sola, México, Tusquets Editores, 2013, p. 114.

[7] Ibid., pp. 110, 113-114.

[8] “Does there exist, can there exist, or not, a painting that is poor, undisguisedly useless, incapable or any image whatever, a painting whose necessity does not seek to justify itself? The fact that I should have seen it where there is really no more than an unprecedented renewal of the relationship, of the banquet, is of no importance. Never again can I admit anything but the act without hope, calm in its damnedness.” The Letters of Samuel Beckett. Volume II: 1941-1956, George Craig, Martha Dow Fehsenfeld, Dann Gun, Lois More Overbeck (eds.), Cambridge, Cambridge University Press, 2011, p. 166.